EL SACRIFICIO DE UN CIERVO SAGRADO DE YORGOS LANTHIMOS


 

En la vida de un reputado cirujano y de su familia irrumpe un joven adolescente, cuyo padre falleció años atrás a causa de una negligencia por parte del protagonista. La historia da un giro hacia lo fantástico cuando el joven exige el sacrificio de uno de los miembros de la familia como venganza y para restablecer el equilibrio, lo que coloca al médico en un dilema propio de la tragedia griega.

Desde el título mismo, la evocación del mito de Ifigenia es constante en la película, y alude la tragedia de Eurípides Ifigenia en Áulide.

IFIGENIA EN ÁULIDE

El ejército de Agamenón está a punto de partir hacia Troya, pero no hay vientos que impulsen las naves, ya que la diosa Artemisa exige una compensación por la muerte de uno de sus ciervos sagrados a manos de Agamenón en una cacería. Como anuncia el adivino Calcas, los vientos solo serán favorables si Agamenón sacrifica a su hija Ifigenia a la diosa. El atrida se enfrenta a un dilema difícil de resolver y se debate entre su deber como caudillo y su amor como padre. Las presiones de su hermano Menelao, hacen que Agamenón se incline por el sacrificio y hace venir a Ifigenia y a Clitemnestra, su esposa, haciéndoles creer que es para celebrar las bodas entre Ifigenia y Aquiles. Al descubrirse el engaño, Clitemnestra suplica por la vida de su hija, pero Agamenón argumenta que la vida de todos está en peligro si no cumple con su deber hacia la diosa. Ifigenia se resigna a morir, pero, según cuenta un mensajero, la divinidad sustituyó a la joven por una cierva en el momento del sacrificio. 

Los acontecimientos posteriores los encontramos en la tragedia también de Eurípides Ifigenia en Táuride. 

Hay dos intervenciones de Ifigenia en las que se observa la evolución dramática del personaje. En este primer fragmento, Ifigenia suplica por su vida al conocer la decisión de Agamenón: 

Si tuviera la elocuencia de Orfeo, ¡oh padre! y si cantando pudiera persuadir a las rocas a seguirme y enternecer con mis palabras a quien quisiese, recurriría a ella; pero por toda elocuencia te ofreceré mis lágrimas, pues solo puedo eso. A tus rodillas pongo, como una rama de suplicantes, mi cuerpo, al que ha parido para ti esta mujer. ¡No me mates antes de tiempo, que es dulce ver la luz! ¡No me fuerces a ver las cosas que hay bajo la tierra! ¡He sido la primera en llamarte padre mío, y tú me has llamado hija tuya; he sido la primera en dar y recibir sobre tus rodillas caricias dulces! Y me hablabas así entonces: «¿Te veré dichosa ¡oh hija! en las moradas de tu marido, viva y floreciente, como es digno de mí?» Y a mi vez te decía yo, colgando mis brazos a tu cuello y oprimiendo tus mejillas con mis manos, como ahora: «Y yo, padre, ¿te veré envejecer en la dulce hospitalidad de mis moradas, devolviéndote los cuidados que tuviste para criarme?» ¡He guardado el recuerdo de estas palabras; pero tú las has olvidado, ¡y quieres matarme! ¡No! ¡Te conjuro á ello por Pelops, por tu padre Atreo, por esta madre que me ha parido y que sufre por segunda vez los dolores del parto! ¿Qué tengo yo que ver con las bodas de Alejandro y de Helena? ¿Por qué ¡oh padre! ha venido él para atraerme la muerte? ¡Mírame! Otórgame una mirada y un beso, para que, al menos, me lleve yo, al morir, una prenda tuya, si no cedes a mis palabras. ¡Hermano! débil apoyo eres para tus amigos; llora conmigo, sin embargo, y pide, suplicante, a tu padre que no muera tu hermana. Los niños tienen alguna percepción de los males. ¡He aquí que te suplico en silencio, padre! ¡Piensa en mí, ten piedad de mi vida! Sí, los dos, que te somos caros, te suplicamos por tus mejillas, él un niño todavía, y yo adolescente. Lo resumo todo en una palabra, y convenceré: dulcísimo es para los hombres ver la luz; pero los muertos ya no son nada. ¡Insensato quien desee morir! Más vale vivir miserablemente que morir gloriosamente.

Pero pronto cambia de opinión y se entrega para alcanzar un bien mayor: 

Escuchad mis palabras. Madre, te veo irritada contra tu marido, pero en vano, pues no nos es posible obstinarnos en una empresa imposible. Justo es alabar a nuestro huésped por su corazón ardiente; pero has de procurar que no se te acuse ante el ejército, sin mejor resultado, y que no le ocurra algo malo a este. Escucha, madre, los pensamientos que acuden a mi espíritu. Está resuelto que moriré; ¡pero quiero morir gloriosamente, desechando todo sentimiento cobarde! Considera conmigo, madre, cuánta razón tengo. Ahora me mira toda la Hélade, y de mí es de quien depende la navegación de las naves y el asolamiento de los frigios. De mí depende que en lo sucesivo no intenten los bárbaros llevarse a las mujeres de la dichosa Hélade y que expíen el oprobio de Helena, a quien se ha llevado Paris. Remediaré todo eso con mi muerte, y será grande mi gloria, porque habré libertado a la Hélade. Ciertamente, no conviene que ame yo tanto la vida. Me has parido para todos los helenos, y no para ti sola. ¡Ya lo ves! tantos hombres portadores de escudos, tantos remeros, osarán luchar gloriosamente contra los enemigos, a causa de la patria ofendida, y morir por la Hélade, ¡y yo sola voy á impedir todo eso! ¿Sería justo? ¿Qué podríamos responder? Volvamos ahora a este. No conviene que combata solo contra todos los helenos, a causa de una mujer, ni que muera. Un solo hombre es más digno de ver la luz que mil mujeres. Y si Artemisa quiere tomar mi vida, ¿voy á resistirme a una Diosa, yo, que soy mortal? No puede ser. Doy, pues, mi vida a la Hélade. ¡Matadme, y destruid Troya! ¡Allí estarán mis monumentos eternos, mis bodas, mis hijos y mi gloria! ¡Madre! conviene que los helenos manden en los bárbaros, y no los bárbaros en los helenos. Aquéllos han nacido esclavos, y éstos han nacido libres.

El dilema al que se enfrenta Steven es aún mayor que el de Agamenón, ya que recae en él la elección de qué miembro de su familia elegir para el sacrificio que evitará la muerte de todos los demás. El tiempo corre en su contra: los hijos enferman y sufren unos síntomas que no tienen explicación médica a medida que pasa los días pasan y Steven no toma una decisión. 

Los dos hijos y su esposa, suplican a su manera por su vida e intentan convencer a Steven de que la víctima propiciatoria sea otra. Este desapego de unos hacia otros se refleja en la forma fría y falta de emoción con que los personajes se expresan y que dota a la película de un aura de extrañeza, subrayada por unos códigos visuales que recuerdan a Kubrick y al surrealismo de Buñuel. 

Es especialmente interesante el momento en que la hija, que ha realizado un trabajo sobre la tragedia de Eurípides, como sabemos en la entrevista que Steven tiene con el director de la escuela, se ofrece como víctima y asume un tono propio de la heroína trágica, aunque sabemos que sus motivaciones no son sinceras, sino que intenta conmover a su padre para que finalmente la salve. 

Es especialmente interesante el personaje de Martin, el hijo huérfano que busca venganza. Frente a la racionalidad y lo científico que representa el cirujano, Martin se erige como una especie de demiurgo caprichoso dotado de unas facultades sobrenaturales que usa a su antojo, cuya única motivación es una venganza fría e inclemente.


Saber más: https://revista24cuadros.com/2018/05/01/el-sacrificio-de-un-ciervo-sagrado-la-tragedia-revisitada-por-un-griego/


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