LA EDAD DE ORO

La edad de oro de Jean Auguste Dominique Ingres (1780-1867, France ...
La edad de oro de Ingres


Según Heródoto, poeta griego del siglo VII a.C., desde los inicios de la humanidad se han sucedido varias razas. Al principio hubo una "raza de oro", cuando Cronos reinaba en el cielo. Los hombres vivían  como dioses, libres de preocupaciones y sin penurias ni miseria. No conocían la vejez y pasaban el tiempo, siempre jóvenes entre festines y banquetes. Cuando les llegaba la hora de morir, les entraba un sueño plácido. Además, no tenían que trabajar: todos los bienes les pertenecían espontáneamente y el suelo producía por sí solo una cosecha abundante. Con el reinado de Zeus, esta raza desapareció de la Tierra y se convirtieron en genios benéficos y guardianes de los mortales. 


TEXTO

Pristini homines agrorum cultum non exercebant, sed terrae fructus manibus carpebant, agrestium animalium carnem et beluarum pelles arcubus sibi parabant. Domus non aedificabant, itaque in recessibus, procul a ferarum incursionibus dormiebant. Aliquando hostium fulmiumque metu in obscuris specubus nocte quiescere praeoptabant. Temporis decursu homines vitam mutaverunt: agros colere ac animalia educare inceperunt vicosque in locis fluminibus vel lacubus proximis condiderunt. Neque leges neque magistratus habebant, sed in tribubus patres omnes discordias iudicabant. 


1. Traducción

2. Sintaxis: 

  • Agros colere ac animalia educare inceperunt vicosque in locis fluminibus vel lacubus proximis condiderunt
3. Morfología: arcubus, quiescere, condiderunt, leges. 
4. Evolución fonética: aedificare.
5. Derivación o composición: colere y leges. 
6. El capítulo XI de la primera parte del Quijote contien el famoso discurso sobre la edad de oro, que el caballero pronuncia mientras come bellotas acompañado por Sancho y unos cabreros. Comienza así: 

Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban  estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo […].



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