Nausicaa
El mar de Homero ríe para ti,
que te acodas desnuda en la baranda
en busca de aire fresco, con la copa
de néctar en la mano, mientras vienen
y van los invitados por la fiesta
que has dado en el palacio de tu padre.
El aire puro inunda tus pulmones
y el néctar se te sube a la cabeza.
Llega entonces el hombre de tu vida
a la terraza. Es una hermosa mezcla
de fortaleza y sabiduría.
Ulises es su nombre. Tú no ignoras
que pasará de largo. Ya soñaste
su desdén tantas veces… Pese a todo,
el brillo de tus ojos insinúa:
“No me canso de verte”. Y tus oídos
reclaman: “Háblame, dame palabras
para vivir”. Y con el sexo dices:
“Dueño mío, haz de mí lo que te plazca”.
Todo es entrega en ti, dulce Nausícaa.
Pero él está aburrido de la fiesta,
perdido en el recuerdo de su patria,
y no se fija en ti, ni en ese cuerpo
de diosa acribillado de mensajes
que nunca llegarán a su destino.
Luis Alberto de Cuenca
NAUFRAGO ATÓNITO
Por la costa internándose Odiseo,
náufrago así, desnudo,
oteó unas doncellas.
Y corrieron. Inmóvil y radiante,
una sola se erguía. ¡Qué estupor!
Mal cubierto con hojas habló el náufrago,
voz ferviente, mirada embelesada.
"¿Quién eres, oh bellísima
de tan cándidos brazos? ¿Una diosa
descendida a una tierra de mortales,
o si sólo mujer,
a la par de los dioses?
Felices sean quienes te engendraron.
Mis ojos nunca vieron tal belleza,
digna de Artemis, hija del gran Zeus.
Una vez nada más
me sentí conmovido como ahora.
En Delos fue. Junto al altar de Apolo
vi un arbusto de palma tan feliz
y esbelto que tembló mi corazón.
Perdóname que llegue así, desnudo."
Sonrió la mujer de brazos cándidos.
"Forastero, quien seas..." Sonreía,
señoril, luminosa. ¡Nausicaa!
Jorge Guillén
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